domingo, 9 de enero de 2011

Cenicienta

Ayer conocí a una chica que iba descalza. Bajaba corriendo una escalinata para no perder el autobús de medianoche cuando perdió un zapato. Una vez sentada casi sin resuello por el esfuerzo se miró los pies. En uno lucía un precioso zapato de punta redonda y fino tacón de aguja recubierto de finos brillantes, en el otro una media sucia y agujereada. Movió los dedos del pie descalzo con suavidad. Una y otra vez. Arriba y abajo. No pudo más que reírse. Y esa risa alegre e inocente hizo que todos los que iban en el autobús se giraran a contemplarla. 

Era Cenicienta, aunque pocos fueron los que la reconocieron. Llevaba un sofisticado recogido en vez de su habitual melena enmarañada, un vestido elegante y atrevido en vez del delantal y un zapato. Hoy no iba a cocinar para ningún príncipe de trapo. No iba a limpiar ni a hacerle la cama. Tampoco volvía a casa. No tenía intención de hacerlo hasta que cerrara el último bar.

El autobús de medianoche llegó a su destino y Cenicienta se apeó de su carruaje con el zapato en la mano y la mejor de sus sonrisas. Sus amigas y amigos la esperaban no muy lejos de la parada para pasar una velada de ensueño. Velada que pasó descalza y cómoda y que le valió una divertida anécdota más, pues nadie se quedaba indiferente al verla bailar descalza. 

Y es que esa es Cenicienta, la chica que dejó que las perdices se las comiera un príncipe de trapo.

1 comentario:

Indefinida e indefinible dijo...

Me gusta.
Vivan las naranjas enteras :)